martes, 8 de enero de 2013

Noche nacarada



Guyena, Francia, año 1572
   

El año en que el señor de Vendome desposó a la princesa de Navarra, marido y mujer fueron a Guyena, y al pasar por la casa de un caballero donde había muchas jóvenes y bellas da­mas, bailaron durante tanto tiempo que los recién casados se sin­tieron muy cansados. De tal modo que se retiraron a su habitación y, aún vestidos, se echaron sobre la cama de unos aposentos, cerrando previamente los portones. Pero en lo más profundo de su sueño, Enrique oyó abrir la puerta por fuera. Descorriendo las cortinas, el dicho señor miró quién podría ser, imaginando que sería alguno de sus amigos que quería sor­prenderlo. Sin embargo vio entrar en la habitación la figura de una mujer. Aturdido y aún adormilado, se acercó a ella.

         — ¿Quién sois? ¿Quién os ha dejado entrar?
      La imagen de la dama se hizo más corpórea. La luz de la luna que entraba por la ventana hacía resplandecer  sus  blancas vestiduras. Su rostro estaba semioculto por un tenue velo. Aún así, lo poco de su cuerpo que se dejaba entrever tenía la apariencia del nácar. <<Debe ser bellísima>>, pensó Enrique que ya se iba despabilando. Una voz muy dulce, pero firme le contestó.
      —Disculpad, mi señor, no he podido acercarme a vos en estos días de celebraciones y un amigo me ha proporcionado esta oportunidad. Vengo desde muy lejos para traeros un presente. 
       Mientras hablaba, los ojos del caballero se fijaron en un pergamino que la joven llevaba en la mano.
     —Pasad y vayamos a esta antesala—dijo indicando el camino con su mano—. Mi esposa duerme y no quiero inquietarla... Así que venís de lejos, ¿de Navarra quizá?
       —Vos lo decís.
      Enrique estaba perplejo ¿Cómo no la había visto antes? Se advertía que era una dama y si venía con el séquito de Navarra, ¿dónde había estado oculta? Evidentemente una belleza semejante no hubiese pasado inadvertida para él.
       —Si sois de Navarra, ¿cómo no nos hemos visto antes?—la interpeló.
     —Nos conocemos mi señor—explicó ella—. Desde que erais un niño hemos estado juntos y, aunque vos no me recordéis, nuestras vidas han ido a la par.
       El  asombro de Enrique se hizo patente en las facciones de su rostro.
       —No os extrañéis señor, las circunstancias de la vida nos han separado a veces.
     —Bien—dijo con una sonrisa—. Ya que felizmente nos hemos encontrado y ahora que conozco que estáis aquí, ordenaré que permanezcáis en mi séquito. Siempre es placentero tener al lado a una dama tan hermosa.
       —No ofrezcáis algo que no podréis cumplir, mi señor, pues vos mismo me apartaréis de vuestro lado
      —¡Cómo osáis dirigiros a mí de esa manera!—protestó Enrique—. ¿Cómo podéis insinuar tal cosa si decís que me conocéis?
      La dama sonrió tendiéndole el pergamino que guardaba con gran cuidado. El caballero, al tomarlo, se percató del lacre que lo sellaba.
      —¿Una misiva del Arzobispo de Bourges? No lo entiendo y, por si fuera poco, ¡me decís que os alejaré de mi lado! ¿Quién os envía?
       —Nadie me envía, no temáis, pero lo que os he dicho es cierto.
      Enrique miró a la mujer y observó cómo la luz que destellaba en sus vestidos, antes de color blanco nacáreo, adquiría una tonalidad purpúrea. Era como si la luna se hubiese transformado en sangre. Tembloroso rompió el sello de la carta y empezó a leer.
       —“Yo, Enrique, hijo de Antonio, duque de Borbón y de Vendôme, y de Juana III de Albret,  reina de Navarra, abjuro de mis creencias y suplico que la Santa Iglesia Católica me acoja en su seno… 27 de Julio 1593”.
      El escrito se deshizo entre sus manos, convertido en cenizas, como si el pergamino se hubiese calcinado. El señor de Vendôme aterrorizado, miró a la dama que salía del aposento y con voz temblorosa le preguntó:
        —¿Quién sois?
      Ella, volviendo su rostro y con quebrantadas palabras, palabras que tronaron no en los oídos de Enrique sino en su corazón, le contestó:
        —Vuestra Fe.

      Años más tarde, Enrique, en la abadía de Saint-Denis, arrodillado frente al Arzibispo de Bourges, abjuraba de sus creencias calvinistas para convertirse al catolicismo. Sin embargo, durante el acto, algo llamó su atención. Frente a las puertas del templo, por las que entraba a raudales la cegadora luz del sol, vislumbró una silueta que le resultaba familiar. No acertaba a ver su rostro, pero tenía la impresión de que aquella figura le miraba fijamente, atenta, triste. Entonces Enrique comprendió. Abrumado por la vergüenza, dirigió su mirada al suelo y se dijo: <<París bien vale una misa>>.

DSV y AVJ

miércoles, 2 de enero de 2013

El concilio cadavérico


Roma, Estados Pontificios, año 896

Tras tres días de juicio, Cipriano creía que las paredes de aquella sala de la basílica Constantiniana jamás conseguirían desprenderse del hediondo olor a putrefacción por muchos siglos que lograra perdurar la institución. Pero, ¿subsistiría la Iglesia católica por mucho más tiempo? Cirpiano pensaba que, de ese modo, no. 

          Durante las últimas jornadas, el papa Esteban VI, títere del emperador Lamberto Espoleto y su madre Agiltrudis, había ordenado exhumar el cadáver de Formoso, uno de sus predecesores en la silla de Pedro, para juzgarlo por una serie de supuestos pecados entre los que se encontraba, principalmente, el haberse dejado elegir papa cuando ya era cabeza de otra diócesis. Sin embargo, el verdadero motivo por el que el anterior pontífice se sentaba en el banquillo, era haber apoyado la invasión del rey germano, Arnulfo, para acabar con la tiranía de los Espoleto y haberlo coronado, posteriormente, emperador en lugar de Lamberto. Pero los acontecimientos dieron un giro de ciento ochenta grados. Arnulfo se vio abligado a abandonar la península itálica a causa de una parálisis provocada por su reumatismo y Formoso había muerto, hechos que aprovecharon los Espoleto para volver al poder. Y allí, en medio de ese enorme caos, se encontraba Cipriano, presente en aquel indigno acto de venganza. El joven clérigo trataba de aguantar las náuseas mientras se sujetaba con fuerza al atril para no desmayarse durante el proceso. El sudor se deslizaba por su rostro en cantidades ingentes a causa del esfuerzo que estaba realizando. Debía concentrarse en su labor, pero el fétido hedor que emanaba aquél a quien debía defender, le imposibilitaba llevar a cabo la función que el propio Esteban VI le había encomendado. 

          A su izquierda se hallaba el cuerpo de Formoso. Muerto hacía nueve meses, su cadáver se encontraba en un avanzado estado de descomposición. A pesar de estar ataviado con las vestimentas y ornamentos papales, mirarle resultaba aterrador. Los pocos jirones de piel que le cubrían el cráneo y las cuencas vacías de sus ojos que miraban fijamente y sin descanso a toda la concurrencia, provocaban fuertes escalofríos de pavor a los allí presentes. Cipriano sabía que aquella imagen le acompañaría de por vida en sus pesadillas.

          —¡El acusado ha sido encontrado culpable! Su ambición desmedida por el papado debe ser castigada —exclamó Esteban con rotundidad, señalando el cadáver de Formoso.

           <<Al fin>>, se dijo. Había deseado escuchar la sentencia, fuera cual fuese, desde que se inició el proceso. Ahora podría salir de allí y llenar sus pulmones de aire puro. Pero lo que presenció a continuación estuvo a punto de acabar con la poca entereza que le quedaba. 

           Siguiendo órdenes del papa Esteban, dos hombres se acercaron al cadáver de Formoso y, sin ningún reparo, comenzaron a arrancar con violencia las ropas que cubrían el esquelético cuerpo. Endebles tiras de piel que se habían adherido al albo, se desprendían de la podrida carne de aquél que hubo regido los designios de la toda la cristiandad. El cilicio de hierro acabado en puntas que el muerto llevó en vida ceñido a la cintura, le desgarró parte del abdomen cuando éste se quedó enganchado a la túnica con la que previamente le habían cubierto. Pero la humillación alcanzó cotas insospechadas en el momento en que uno de los esbirros de Esteban seccionó los dedos pulgar, índice y corazón con los que Formoso a tantos bendijo. 

            Cipriano, entelerido, apartó la mirada del cuerpo destrozado. Las arcadas que súbitamente ahogaron su boca, le dieron a entender que esta vez no podría evitar el vómito, pero en aquel instante sus ojos se clavaron en los de Agiltrudis. La madre del emperador sonreía bajo un fino pañuelo de seda con el que pretendía, inútilmente, evitar el olor. Emperador y madre se levantaron satisfechos de sus asientos y se marcharon lentamente. No les era necesario quedarse para presenciar el castigo, sabían los escarnios que sufriría el cuerpo de Formoso, ellos mismos los habían diseñado junto a Esteban. Ahora, ya tenían su venganza.
          
          El joven diácono abandonó la basílica abatido. Sin embargo, lo que de verdad le consumía por dentro era haber visto que la institución a la que había entregado su vida y en la que tanto creía, se prestara a espectáculos tan crueles y truculentos como del que él había formado parte. <<Nunca más>>.