lunes, 8 de abril de 2013

Confesiones (II)

 Winchester, reino de Wessex, año 899

Un ligero murmullo despertó a Asser. El monje galés abrió los ojos alarmado por haberse quedado dormido en presencia del rey. Se alzó apresuradamente de la cama y buscó a Alfredo. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta de que el monarca se había despertado?
   
   - Calmaos, os lo ruego -dijo una voz de la que Asser no supo adivinar su procedencia.
    Segundos más tarde, Alfredo, con semblante sereno, apareció tras las telas que cubrían uno de los ventanales de sus aposentos.
   - Sé que ayer os alarmé con mis palabras y hoy quiero agradeceros que permanecierais a mi lado durante toda la noche.
    - Mi señor, no hay nada que agradecer, mi deber...      
   Alfredo alzó su mano para impedir que continuara hablando al tiempo que se acercaba al monje para tomar asiento junto a él. Asser, ahora cara a cara con el rey, pudo ver en sus ojos un brillo especial que había sustituido por completo la mirada perdida y turbada de la anterior noche.
   - No dispongo de mucho tiempo -comenzó a decir Alfredo mirando fíjamente al joven monje galés-. Me consta que estos minutos de salud con los que me obsequia el señor son aquéllos que preceden a mi muerte.    
   Asser, conmovido, agachó la cabeza tratando de esconder su tristeza. Le apenaba profundamente que un hombre que tanto había hecho por Inglaterra y por su pueblo muriese a tan temprana edad.
  - No debéis apenaros -dijo Alfredo sonriendo-. He expiado todos mis pecados y cumplido todos mis cometidos. Sin embargo, aún me queda algo por hacer y vos sois pieza fundamental en esa labor. 

  Asser, extrañado trataba de adivinar para qué podía requerirle su señor en las últimas horas de su vida.    

  - Escuchad con atención. Antes del desastre de Chippenham lo tenía todo. El poder sobre mis súbditos y la riqueza que poseía consiguió anular mis sentidos a causa de mi juventud y me hizo actuar de forma egoista y déspota.
Pero tras el ataque vikingo todo cambió y los vaticinios de Neot se hicieron realidad.

   El joven monje comenzó a advertir que Alfredo volvía a abandonarle, pero esta vez de una forma consciente. Parecía estar reviviendo en sus carnes capítulos pasados de su vida.

Sommerset, reino de Wessex, año 878

  Tras varias jornadas deambulando al límite de sus fuerzas por las pantanosas tierras de Sommerset, Alfredo econtró refugio en casa de un leñador que le acogió como huesped. Sin embargo, el aún rey de Wessex, no fue recibido con la hospitalidad con la que los sajones aceptaban siempre a sus invitados, de tal modo que optó por ocultar su identidad con el fin de salvaguardar su vida.

  Desde entonces, el tiempo parecía estar parado. Cada día, Alfredo, tenía que enfrentarse con la miseria y la incomodidad de la vida en el pantano. La escasez de comida y la terrible humedad que por las noches calaba sus huesos, le hacía creer que la vida bajo los lujos de la corte no había sido más que un sueño. A pesar de ello, algo llamaba poderosamente su atención: el leñador y su esposa. Pese a las penurias que rodeaban sus vidas, parecían felices y agradecidos de poder soportarlas el uno junto al otro. ¿Cómo era posible?

   Una mañana, la mujer del leñador, que trataba con desprecio a Alfredo por tener en su casa una boca más que alimentar cuando la comida escaseaba, encargó al rey vigilar el pan mientras se cocía sobre unas cenizas. Sin embargo, Alfredo, desacostumbrado a realizar labores tan mundanas olvidó el pan, las cenizas y el irascible carácter de la mujer. Cuando ésta estuvo de vuelta, el pan se había quemado por completo.

  - ¡Maldito inútil! ¿Qué demonios haces en esta casa si ni siquiera puedes hacerte cargo del pan que después llevarás tu boca? ¿Qué comeremos ahora?    Alfredo, sorprendido por el tono que la mujer usaba, pues nadie nunca había osado dirigirse a él en esos términos, no supo qué decir.    
  - Mi esposo pasa el día fuera buscando caza para alimentarte a sabiendas de que el bosque está plagado de aquéllos que proceden del país de los ladrones y tú, en cambio, permaneces en casa sin mover un músculo por nada ni por nadie. Vergüenza debería darte.

   Fue entonces cuando ocurrió. La esposa del leñador se acercó a su rey y le abofeteó la cara. Alfredo, dolorido y sangrando por la comisura de sus labios a causa de la violencia del golpe con el que la mujer había descargado toda su rabia y frustración, no pudo hacer más que mirarla fíjamente y... 

Winchester, reino de Wessex, año 899

   - ...y allí las vi de nuevo, Asser, en la angustiosa mirada de la mujer del leñador. La misma expresión, el mismo sufrimiento. El sentimiento de no ser comprendidos... Las miradas de todos los que habían pedido que intercediera por ellos se fundían en una sola.
   Asser observó cómo Alfredo, ahora sobre el lecho tras haberle subido la fiebre durante su relato, volvía poco a poco al presente.
   - Entonces comprendí las sabias palabras de Neot que hasta ese momento habían resultado inaccesibles a mi entendimiento -continuó diciendo el rey de Inglaterra-. Supe que aquéllo había sido una prueba. Que el desastre de Chippenham no fue más que el primer peldaño de una larga escala que debía ascender para expiar mis...
   Repentinamente, un fuerte dolor abdominal impidió a Alfredo terminar la frase. La fiebre continuaba subiendo. La frente del monarca ardía al tiempo que su cuerpo se convulsionaba. Asser, con los ojos inundados en lágrimas, sujetaba el cuerpo del rey y, con sorpresa, vio cómo éste aún luchaba por seguir hablando.
   - No... no... olvidéis este relato -dijo Alfredo casi sin aliento-. Dadlo a conocer a todos. Que... que recorra las cuatro esquinas de esta hermosa isla, para que nadie vuelva a caer en... en... mi error.    
   El joven monje, inclinado sobre el cuerpo del monarca, trataba de no perder ni una sola de las débiles palabras que articulaban los labios de Alfredo.    
   - Y... y... sobre todo -susurraba ya un Alfredo casi sin fuerzas para hablar- ... no dejéis de decirles... que... que los ingleses deben ser libres como sus pensamientos. 

jueves, 14 de febrero de 2013

Confesiones (I)



Chippenham, reino de Wessex, año 878 

Miles de hombres fuertemente armados se lanzan en plena noche contra la fortaleza real de Chippenham. Gutrhum, rey de los vikingos daneses en tierras inglesas, encabeza el contingente confiado en que el ataque será todo un éxito. Sabe que los sajones creen que ellos nunca emprenden campañas en invierno. <<Ilusos>>. El danés sonríe irónicamente mientras el gélido viento corta su tez como cuchillas afiladas durante su avance.

         Los daneses arrasan la fortaleza en poco tiempo. Las hachas de los soldados sesgan toda vida que encuentran a su paso. La resistencia es mínima. Pocos son los sajones que osan enfrentarse a unos hombres que parecen adquirir nuevas fuerzas a pesar de padecer graves heridas en sus miembros. Son los temibles berserkers: soldados a los que el ruido de la batalla y el derramamiento de sangre en torrentes, les hace entrar en un estado de frenesí que multiplica sus fuerzas por diez. Se muestran insensibles al dolor y llegan a exponer con soberbia ante sus enemigos sus cuerpos bañados en sangre.
Los pocos hombres que consiguen escapar lo hacen sin orden y con rumbo incierto. Sólo anhelan salvar sus vidas…

Winchester, reino de Wessex, año 899

- ¡Corred y salvaos! ¡Huid!
Alfredo despertó repentinamente empapado en sudor, desorientado y con todos los músculos de su cuerpo en tensión. Asser, que sujetaba la mano del monarca comenzó a sentir una fuerte presión sobre sus dedos.
- Calmaos, mi señor, solo habéis tenido un mal sueño.
A pesar de las palabras del joven monje galés, Alfredo no conseguía relajarse por completo. De nuevo había sido testigo de la cruel masacre que tenía grabada a fuego en su memoria y que constantemente le perseguía en sus sueños.
Asser empapó un pedazo de tela y lo colocó sobre la frente del rey para intentar atenuar las fiebres que Alfredo llevaba sufriendo varias semanas a causa de su enfermedad.
- Me recordáis a alguien –dijo agradecido Alfredo, mirando al monje con las pupilas aún dilatadas, pero visiblemente más calmado.
- ¿Mi señor?
- Sí, sin duda. Sois su vivo recuerdo. Actuaba como tú. Velaba por mi espíritu día y noche. Siempre se mantenía a mi lado ya fuera en tiempos de guerra o de paz. Me aconsejaba con palabras que…
Alfredo se detuvo. De nuevo parecía abandonarse a los recuerdos de su vida.
- Continuad, os lo ruego –le exhortó intrigado Asser. Pero el rey ya se encontraba muy lejos y no escuchaba las palabras del monje.

Winchester, reino de Wessex, año 871

- ¿De verdad creéis que puedo perder mi tiempo en vuestras ridículas peticiones?
Los dos campesinos que se encontraban arrodillados frente a Alfredo tragaron saliva al unísono y se miraron entre sí. Uno de ellos alzó la cabeza y, tratando de disimular sus nervios, se dirigió al rey:
- Mi señor, el pueblo pasa hambre, las cosechas no son suficientes. Las tierras quedan baldías por los ataques vikingos que sufrimos continuamente. Comprendemos que su majestad…
- ¿Qué vais a comprender vosotros? ¡Unos simples campesinos que solo saben preocuparse por sí mismos y sus estúpidos cultivos! –exclamó Alfredo-. ¿Sabéis lo complejo que es administrar un reino que…?
El rey detuvo sus palabras y observó con desprecio a aquellos hombres.
- Es inútil –comenzó diciendo en voz baja-. Es inútil hablar con gente como vosotros. Yo lucho contra aquellos que destrozan vuestras cosechas y en vez de agradecérmelo me dedicáis quejas y me hacéis peticiones que no van más allá de vuestro propio bienestar.
- Mi señor, no era nuestra intención…
- ¡Silencio! Os lo advierto: no quiero volver a veros por aquí. Y ahora, ¡marchaos antes de que cambie de opinión!
Neot, que había presenciado toda la escena, observó apenado cómo los campesinos se marchaban a toda prisa. Sin embargo, podía leer en sus ojos que temían más la reacción de los aldeanos ante la negativa de ayuda del rey que el haber podido perder sus propias vidas durante aquella mañana.
- Mi señor Alfredo –dijo Neot llamando la atención del rey.
- ¿Y vos qué queréis ahora?
- No concede siempre victorias sobre sus enemigos el Todopoderoso –comenzó a decir el monje ofendido por la actitud déspota que el monarca había tenido con los campesinos y consigo mismo-, sino que también permite ser acosado por ellos. ¿Acaso tiene sentido que el Señor, en cuyas manos están los corazones de los poderosos, coloque a éstos en la cumbre de la prosperidad con el fin de ver sufrir a sus siervos? Los pecados de un hombre deben ser corregidos en este mundo, por lo tanto el Juez verdadero no dejará impune tu pecado.
Tras pronunciar estas palabras, ante las que Alfredo no supo reaccionar, Neot, dando la espalda al rey, se marchó.

Winchester, reino de Wessex, año 899

            - Tenía razón. Tenía razón y yo no le escuché. ¡Yo no le escuché! ¡No le escuché! –gritaba Alfredo al tiempo que su cuerpo se convulsionaba con fuerza.
            - Calmaos, calmaos, os lo ruego.
            Asser apartó la tela húmeda de la frente del rey, colocó su mano sobre ésta e, inclinándose sobre el pecho de Alfredo, comenzó a rezar por la vida de su rey.

martes, 8 de enero de 2013

Noche nacarada



Guyena, Francia, año 1572
   

El año en que el señor de Vendome desposó a la princesa de Navarra, marido y mujer fueron a Guyena, y al pasar por la casa de un caballero donde había muchas jóvenes y bellas da­mas, bailaron durante tanto tiempo que los recién casados se sin­tieron muy cansados. De tal modo que se retiraron a su habitación y, aún vestidos, se echaron sobre la cama de unos aposentos, cerrando previamente los portones. Pero en lo más profundo de su sueño, Enrique oyó abrir la puerta por fuera. Descorriendo las cortinas, el dicho señor miró quién podría ser, imaginando que sería alguno de sus amigos que quería sor­prenderlo. Sin embargo vio entrar en la habitación la figura de una mujer. Aturdido y aún adormilado, se acercó a ella.

         — ¿Quién sois? ¿Quién os ha dejado entrar?
      La imagen de la dama se hizo más corpórea. La luz de la luna que entraba por la ventana hacía resplandecer  sus  blancas vestiduras. Su rostro estaba semioculto por un tenue velo. Aún así, lo poco de su cuerpo que se dejaba entrever tenía la apariencia del nácar. <<Debe ser bellísima>>, pensó Enrique que ya se iba despabilando. Una voz muy dulce, pero firme le contestó.
      —Disculpad, mi señor, no he podido acercarme a vos en estos días de celebraciones y un amigo me ha proporcionado esta oportunidad. Vengo desde muy lejos para traeros un presente. 
       Mientras hablaba, los ojos del caballero se fijaron en un pergamino que la joven llevaba en la mano.
     —Pasad y vayamos a esta antesala—dijo indicando el camino con su mano—. Mi esposa duerme y no quiero inquietarla... Así que venís de lejos, ¿de Navarra quizá?
       —Vos lo decís.
      Enrique estaba perplejo ¿Cómo no la había visto antes? Se advertía que era una dama y si venía con el séquito de Navarra, ¿dónde había estado oculta? Evidentemente una belleza semejante no hubiese pasado inadvertida para él.
       —Si sois de Navarra, ¿cómo no nos hemos visto antes?—la interpeló.
     —Nos conocemos mi señor—explicó ella—. Desde que erais un niño hemos estado juntos y, aunque vos no me recordéis, nuestras vidas han ido a la par.
       El  asombro de Enrique se hizo patente en las facciones de su rostro.
       —No os extrañéis señor, las circunstancias de la vida nos han separado a veces.
     —Bien—dijo con una sonrisa—. Ya que felizmente nos hemos encontrado y ahora que conozco que estáis aquí, ordenaré que permanezcáis en mi séquito. Siempre es placentero tener al lado a una dama tan hermosa.
       —No ofrezcáis algo que no podréis cumplir, mi señor, pues vos mismo me apartaréis de vuestro lado
      —¡Cómo osáis dirigiros a mí de esa manera!—protestó Enrique—. ¿Cómo podéis insinuar tal cosa si decís que me conocéis?
      La dama sonrió tendiéndole el pergamino que guardaba con gran cuidado. El caballero, al tomarlo, se percató del lacre que lo sellaba.
      —¿Una misiva del Arzobispo de Bourges? No lo entiendo y, por si fuera poco, ¡me decís que os alejaré de mi lado! ¿Quién os envía?
       —Nadie me envía, no temáis, pero lo que os he dicho es cierto.
      Enrique miró a la mujer y observó cómo la luz que destellaba en sus vestidos, antes de color blanco nacáreo, adquiría una tonalidad purpúrea. Era como si la luna se hubiese transformado en sangre. Tembloroso rompió el sello de la carta y empezó a leer.
       —“Yo, Enrique, hijo de Antonio, duque de Borbón y de Vendôme, y de Juana III de Albret,  reina de Navarra, abjuro de mis creencias y suplico que la Santa Iglesia Católica me acoja en su seno… 27 de Julio 1593”.
      El escrito se deshizo entre sus manos, convertido en cenizas, como si el pergamino se hubiese calcinado. El señor de Vendôme aterrorizado, miró a la dama que salía del aposento y con voz temblorosa le preguntó:
        —¿Quién sois?
      Ella, volviendo su rostro y con quebrantadas palabras, palabras que tronaron no en los oídos de Enrique sino en su corazón, le contestó:
        —Vuestra Fe.

      Años más tarde, Enrique, en la abadía de Saint-Denis, arrodillado frente al Arzibispo de Bourges, abjuraba de sus creencias calvinistas para convertirse al catolicismo. Sin embargo, durante el acto, algo llamó su atención. Frente a las puertas del templo, por las que entraba a raudales la cegadora luz del sol, vislumbró una silueta que le resultaba familiar. No acertaba a ver su rostro, pero tenía la impresión de que aquella figura le miraba fijamente, atenta, triste. Entonces Enrique comprendió. Abrumado por la vergüenza, dirigió su mirada al suelo y se dijo: <<París bien vale una misa>>.

DSV y AVJ

miércoles, 2 de enero de 2013

El concilio cadavérico


Roma, Estados Pontificios, año 896

Tras tres días de juicio, Cipriano creía que las paredes de aquella sala de la basílica Constantiniana jamás conseguirían desprenderse del hediondo olor a putrefacción por muchos siglos que lograra perdurar la institución. Pero, ¿subsistiría la Iglesia católica por mucho más tiempo? Cirpiano pensaba que, de ese modo, no. 

          Durante las últimas jornadas, el papa Esteban VI, títere del emperador Lamberto Espoleto y su madre Agiltrudis, había ordenado exhumar el cadáver de Formoso, uno de sus predecesores en la silla de Pedro, para juzgarlo por una serie de supuestos pecados entre los que se encontraba, principalmente, el haberse dejado elegir papa cuando ya era cabeza de otra diócesis. Sin embargo, el verdadero motivo por el que el anterior pontífice se sentaba en el banquillo, era haber apoyado la invasión del rey germano, Arnulfo, para acabar con la tiranía de los Espoleto y haberlo coronado, posteriormente, emperador en lugar de Lamberto. Pero los acontecimientos dieron un giro de ciento ochenta grados. Arnulfo se vio abligado a abandonar la península itálica a causa de una parálisis provocada por su reumatismo y Formoso había muerto, hechos que aprovecharon los Espoleto para volver al poder. Y allí, en medio de ese enorme caos, se encontraba Cipriano, presente en aquel indigno acto de venganza. El joven clérigo trataba de aguantar las náuseas mientras se sujetaba con fuerza al atril para no desmayarse durante el proceso. El sudor se deslizaba por su rostro en cantidades ingentes a causa del esfuerzo que estaba realizando. Debía concentrarse en su labor, pero el fétido hedor que emanaba aquél a quien debía defender, le imposibilitaba llevar a cabo la función que el propio Esteban VI le había encomendado. 

          A su izquierda se hallaba el cuerpo de Formoso. Muerto hacía nueve meses, su cadáver se encontraba en un avanzado estado de descomposición. A pesar de estar ataviado con las vestimentas y ornamentos papales, mirarle resultaba aterrador. Los pocos jirones de piel que le cubrían el cráneo y las cuencas vacías de sus ojos que miraban fijamente y sin descanso a toda la concurrencia, provocaban fuertes escalofríos de pavor a los allí presentes. Cipriano sabía que aquella imagen le acompañaría de por vida en sus pesadillas.

          —¡El acusado ha sido encontrado culpable! Su ambición desmedida por el papado debe ser castigada —exclamó Esteban con rotundidad, señalando el cadáver de Formoso.

           <<Al fin>>, se dijo. Había deseado escuchar la sentencia, fuera cual fuese, desde que se inició el proceso. Ahora podría salir de allí y llenar sus pulmones de aire puro. Pero lo que presenció a continuación estuvo a punto de acabar con la poca entereza que le quedaba. 

           Siguiendo órdenes del papa Esteban, dos hombres se acercaron al cadáver de Formoso y, sin ningún reparo, comenzaron a arrancar con violencia las ropas que cubrían el esquelético cuerpo. Endebles tiras de piel que se habían adherido al albo, se desprendían de la podrida carne de aquél que hubo regido los designios de la toda la cristiandad. El cilicio de hierro acabado en puntas que el muerto llevó en vida ceñido a la cintura, le desgarró parte del abdomen cuando éste se quedó enganchado a la túnica con la que previamente le habían cubierto. Pero la humillación alcanzó cotas insospechadas en el momento en que uno de los esbirros de Esteban seccionó los dedos pulgar, índice y corazón con los que Formoso a tantos bendijo. 

            Cipriano, entelerido, apartó la mirada del cuerpo destrozado. Las arcadas que súbitamente ahogaron su boca, le dieron a entender que esta vez no podría evitar el vómito, pero en aquel instante sus ojos se clavaron en los de Agiltrudis. La madre del emperador sonreía bajo un fino pañuelo de seda con el que pretendía, inútilmente, evitar el olor. Emperador y madre se levantaron satisfechos de sus asientos y se marcharon lentamente. No les era necesario quedarse para presenciar el castigo, sabían los escarnios que sufriría el cuerpo de Formoso, ellos mismos los habían diseñado junto a Esteban. Ahora, ya tenían su venganza.
          
          El joven diácono abandonó la basílica abatido. Sin embargo, lo que de verdad le consumía por dentro era haber visto que la institución a la que había entregado su vida y en la que tanto creía, se prestara a espectáculos tan crueles y truculentos como del que él había formado parte. <<Nunca más>>.