Roma, Estados Pontificios, año 896
Tras tres días de juicio, Cipriano creía que las paredes de aquella sala de la basílica Constantiniana jamás conseguirían desprenderse del hediondo olor a putrefacción por muchos siglos que lograra perdurar la institución. Pero, ¿subsistiría la Iglesia católica por mucho más tiempo? Cirpiano pensaba que, de ese modo, no.
Durante las últimas jornadas, el papa Esteban VI, títere del emperador Lamberto Espoleto y su madre Agiltrudis, había ordenado exhumar el cadáver de Formoso, uno de sus predecesores en la silla de Pedro, para juzgarlo por una serie de supuestos pecados entre los que se encontraba, principalmente, el haberse dejado elegir papa cuando ya era cabeza de otra diócesis. Sin embargo, el verdadero motivo por el que el anterior pontífice se sentaba en el banquillo, era haber apoyado la invasión del rey germano, Arnulfo, para acabar con la tiranía de los Espoleto y haberlo coronado, posteriormente, emperador en lugar de Lamberto. Pero los acontecimientos dieron un giro de ciento ochenta grados. Arnulfo se vio abligado a abandonar la península itálica a causa de una parálisis provocada por su reumatismo y Formoso había muerto, hechos que aprovecharon los Espoleto para volver al poder. Y allí, en medio de ese enorme caos, se encontraba Cipriano, presente en aquel indigno acto de venganza. El joven clérigo trataba de aguantar las náuseas mientras se sujetaba con fuerza al atril para no desmayarse durante el proceso. El sudor se deslizaba por su rostro en cantidades ingentes a causa del esfuerzo que estaba realizando. Debía concentrarse en su labor, pero el fétido hedor que emanaba aquél a quien debía defender, le imposibilitaba llevar a cabo la función que el propio Esteban VI le había encomendado.
A su izquierda se hallaba el cuerpo de Formoso. Muerto hacía nueve meses, su cadáver se encontraba en un avanzado estado de descomposición. A pesar de estar ataviado con las vestimentas y ornamentos papales, mirarle resultaba aterrador. Los pocos jirones de piel que le cubrían el cráneo y las cuencas vacías de sus ojos que miraban fijamente y sin descanso a toda la concurrencia, provocaban fuertes escalofríos de pavor a los allí presentes. Cipriano sabía que aquella imagen le acompañaría de por vida en sus pesadillas.
—¡El acusado ha sido encontrado culpable! Su ambición desmedida por el papado debe ser castigada —exclamó Esteban con rotundidad, señalando el cadáver de Formoso.
<<Al fin>>, se dijo. Había deseado escuchar la sentencia, fuera cual fuese, desde que se inició el proceso. Ahora podría salir de allí y llenar sus pulmones de aire puro. Pero lo que presenció a continuación estuvo a punto de acabar con la poca entereza que le quedaba.
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