Guyena, Francia, año 1572
El año en que el señor de Vendome desposó a la princesa de Navarra, marido y mujer fueron a Guyena, y al pasar por la casa de un caballero donde había muchas jóvenes y bellas damas, bailaron durante tanto tiempo que los recién casados se sintieron muy cansados. De tal modo que se retiraron a su habitación y, aún vestidos, se echaron sobre la cama de unos aposentos, cerrando previamente los portones. Pero en lo más profundo de su sueño, Enrique oyó abrir la puerta por fuera. Descorriendo las cortinas, el dicho señor miró quién podría ser, imaginando que sería alguno de sus amigos que quería sorprenderlo. Sin embargo vio entrar en la habitación la figura de una mujer. Aturdido y aún adormilado, se acercó a ella.
— ¿Quién sois? ¿Quién os ha dejado entrar?
La imagen de la dama se hizo más corpórea. La luz de la luna que entraba por la ventana hacía resplandecer sus blancas vestiduras. Su rostro estaba semioculto por un tenue velo. Aún así, lo poco de su cuerpo que se dejaba entrever tenía la apariencia del nácar. <<Debe ser bellísima>>, pensó Enrique que ya se iba despabilando. Una voz muy dulce, pero firme le contestó.
—Disculpad, mi señor, no he podido acercarme a vos en estos días de celebraciones y un amigo me ha proporcionado esta oportunidad. Vengo desde muy lejos para traeros un presente.
Mientras hablaba, los ojos del caballero se fijaron en un pergamino que la joven llevaba en la mano.
—Pasad y vayamos a esta antesala—dijo indicando el camino con su mano—. Mi esposa duerme y no quiero inquietarla... Así que venís de lejos, ¿de Navarra quizá?
—Vos lo decís.
Enrique estaba perplejo ¿Cómo no la había visto antes? Se advertía que era una dama y si venía con el séquito de Navarra, ¿dónde había estado oculta? Evidentemente una belleza semejante no hubiese pasado inadvertida para él.
—Si sois de Navarra, ¿cómo no nos hemos visto antes?—la interpeló.
—Nos conocemos mi señor—explicó ella—. Desde que erais un niño hemos estado juntos y, aunque vos no me recordéis, nuestras vidas han ido a la par.
El asombro de Enrique se hizo patente en las facciones de su rostro.
—No os extrañéis señor, las circunstancias de la vida nos han separado a veces.
—Bien—dijo con una sonrisa—. Ya que felizmente nos hemos encontrado y ahora que conozco que estáis aquí, ordenaré que permanezcáis en mi séquito. Siempre es placentero tener al lado a una dama tan hermosa.
—No ofrezcáis algo que no podréis cumplir, mi señor, pues vos mismo me apartaréis de vuestro lado
—¡Cómo osáis dirigiros a mí de esa manera!—protestó Enrique—. ¿Cómo podéis insinuar tal cosa si decís que me conocéis?
La dama sonrió tendiéndole el pergamino que guardaba con gran cuidado. El caballero, al tomarlo, se percató del lacre que lo sellaba.
—¿Una misiva del Arzobispo de Bourges? No lo entiendo y, por si fuera poco, ¡me decís que os alejaré de mi lado! ¿Quién os envía?
—Nadie me envía, no temáis, pero lo que os he dicho es cierto.
Enrique miró a la mujer y observó cómo la luz que destellaba en sus vestidos, antes de color blanco nacáreo, adquiría una tonalidad purpúrea. Era como si la luna se hubiese transformado en sangre. Tembloroso rompió el sello de la carta y empezó a leer.
—“Yo, Enrique, hijo de Antonio, duque de Borbón y de Vendôme, y de Juana III de Albret, reina de Navarra, abjuro de mis creencias y suplico que la Santa Iglesia Católica me acoja en su seno… 27 de Julio 1593”.
El escrito se deshizo entre sus manos, convertido en cenizas, como si el pergamino se hubiese calcinado. El señor de Vendôme aterrorizado, miró a la dama que salía del aposento y con voz temblorosa le preguntó:
—¿Quién sois?
Ella, volviendo su rostro y con quebrantadas palabras, palabras que tronaron no en los oídos de Enrique sino en su corazón, le contestó:
—Vuestra Fe.
Años más tarde, Enrique, en la abadía de Saint-Denis, arrodillado frente al Arzibispo de Bourges, abjuraba de sus creencias calvinistas para convertirse al catolicismo. Sin embargo, durante el acto, algo llamó su atención. Frente a las puertas del templo, por las que entraba a raudales la cegadora luz del sol, vislumbró una silueta que le resultaba familiar. No acertaba a ver su rostro, pero tenía la impresión de que aquella figura le miraba fijamente, atenta, triste. Entonces Enrique comprendió. Abrumado por la vergüenza, dirigió su mirada al suelo y se dijo: <<París bien vale una misa>>.
La imagen de la dama se hizo más corpórea. La luz de la luna que entraba por la ventana hacía resplandecer sus blancas vestiduras. Su rostro estaba semioculto por un tenue velo. Aún así, lo poco de su cuerpo que se dejaba entrever tenía la apariencia del nácar. <<Debe ser bellísima>>, pensó Enrique que ya se iba despabilando. Una voz muy dulce, pero firme le contestó.
—Disculpad, mi señor, no he podido acercarme a vos en estos días de celebraciones y un amigo me ha proporcionado esta oportunidad. Vengo desde muy lejos para traeros un presente.
Mientras hablaba, los ojos del caballero se fijaron en un pergamino que la joven llevaba en la mano.
—Pasad y vayamos a esta antesala—dijo indicando el camino con su mano—. Mi esposa duerme y no quiero inquietarla... Así que venís de lejos, ¿de Navarra quizá?
—Vos lo decís.
Enrique estaba perplejo ¿Cómo no la había visto antes? Se advertía que era una dama y si venía con el séquito de Navarra, ¿dónde había estado oculta? Evidentemente una belleza semejante no hubiese pasado inadvertida para él.
—Si sois de Navarra, ¿cómo no nos hemos visto antes?—la interpeló.
—Nos conocemos mi señor—explicó ella—. Desde que erais un niño hemos estado juntos y, aunque vos no me recordéis, nuestras vidas han ido a la par.
El asombro de Enrique se hizo patente en las facciones de su rostro.
—No os extrañéis señor, las circunstancias de la vida nos han separado a veces.
—Bien—dijo con una sonrisa—. Ya que felizmente nos hemos encontrado y ahora que conozco que estáis aquí, ordenaré que permanezcáis en mi séquito. Siempre es placentero tener al lado a una dama tan hermosa.
—No ofrezcáis algo que no podréis cumplir, mi señor, pues vos mismo me apartaréis de vuestro lado
—¡Cómo osáis dirigiros a mí de esa manera!—protestó Enrique—. ¿Cómo podéis insinuar tal cosa si decís que me conocéis?
La dama sonrió tendiéndole el pergamino que guardaba con gran cuidado. El caballero, al tomarlo, se percató del lacre que lo sellaba.
—¿Una misiva del Arzobispo de Bourges? No lo entiendo y, por si fuera poco, ¡me decís que os alejaré de mi lado! ¿Quién os envía?
—Nadie me envía, no temáis, pero lo que os he dicho es cierto.
Enrique miró a la mujer y observó cómo la luz que destellaba en sus vestidos, antes de color blanco nacáreo, adquiría una tonalidad purpúrea. Era como si la luna se hubiese transformado en sangre. Tembloroso rompió el sello de la carta y empezó a leer.
—“Yo, Enrique, hijo de Antonio, duque de Borbón y de Vendôme, y de Juana III de Albret, reina de Navarra, abjuro de mis creencias y suplico que la Santa Iglesia Católica me acoja en su seno… 27 de Julio 1593”.
El escrito se deshizo entre sus manos, convertido en cenizas, como si el pergamino se hubiese calcinado. El señor de Vendôme aterrorizado, miró a la dama que salía del aposento y con voz temblorosa le preguntó:
—¿Quién sois?
Ella, volviendo su rostro y con quebrantadas palabras, palabras que tronaron no en los oídos de Enrique sino en su corazón, le contestó:
—Vuestra Fe.
Años más tarde, Enrique, en la abadía de Saint-Denis, arrodillado frente al Arzibispo de Bourges, abjuraba de sus creencias calvinistas para convertirse al catolicismo. Sin embargo, durante el acto, algo llamó su atención. Frente a las puertas del templo, por las que entraba a raudales la cegadora luz del sol, vislumbró una silueta que le resultaba familiar. No acertaba a ver su rostro, pero tenía la impresión de que aquella figura le miraba fijamente, atenta, triste. Entonces Enrique comprendió. Abrumado por la vergüenza, dirigió su mirada al suelo y se dijo: <<París bien vale una misa>>.
DSV y AVJ
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